De esos días en los que el alma
te duele. Ese dolor ajeno que se logra sentir gracias a esa maldita
sensibilidad. Esa compenetración que se tiene con los demás, esa capacidad de
sentir el dolor ajeno y hacerlo propio. Así me levanté hoy. Un diluvio me
obliga a quedarme encerrado, mirando el mar desde el balcón. Las casas
flotantes que se hacen pedazos, pues, es ilegal reconstruirlas, se retuercen
sobre las furiosas corrientes que vienen de un poco más allá del Caribe.
El café supo amargo, así que se
quedó sobre la mesa, enfriándose, dejándose llevar por la humedad. La brisa
fría que entraba por la ventana que olvidé cerrar anoche, me comía vivo. Una
canción maldita sonó. De esas que te traen más recuerdos que se disparan por la
habitación y te “chupan” las ganas.
Las letras de un solo nombre
corrían por el apartamento. Me perseguían por el pasillo y me empujaban. Me
acribillaron en el escritorio, junto a la pila de artículos ecológicos que
estuve leyendo anoche. Por la ventana, el sol salía pero la lluvia le
daba batalla y se resistía. Se erguía potente y gritaba: este es mi lugar. Un
nudo en la garganta me dejó mudo. No pude emitir sonido.
Su nombre giró hacia mí costado.
Me abrasó. Me quemó. Lloré. Lloré una perdida más. Mientras recordaba aquella
tarde que nos vimos por casualidad en la calle 23. La última vez que hablaríamos,
la última vez que nos dimos la mano. Una lágrima calló; ¡maldita sea! odio
llorar.
Así se fue. La voz regresó y la
lluvia se fue. El viento se calmó. El mar volvió a ser bello. Un demonio más exorcizado.
El apartamento se aéreo y pude reír recordando aquel encuentro en la calle 23. La
muerte está ahí; tan fuerte, tan voraz. Me ha enseñado que demostrar amor no es
debilidad; es necesidad.
A Linda; amiga descansa en paz.
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