La vista de las
montañas desde el sur hace que recuerde una historia de mi niñez, una historia
de esas que se vuelven realidad y hacen que la vida tenga una sensación de
linealidad. Cuando era niño y miraba la Cordillera Central creía que las
montañas eran una división, algo que separaba la isla en dos lados, San Juan
era un lugar ajeno al calor y sequía de Ponce, nada de lo que pasaba allá se
sabía acá. Las montañas separaban todo, y prohibían el acceso y la mezcla entre
esos dos mundos, sólo algunos valientes eran capaces de cruzarlas y vivir a
plenitud entre dos mundos.
Cuando tuve edad
suficiente, fui de esos valientes que cruzaron la barrera. Me encontré en un
ciudad nueva, un mundo que no conocía, esperándome. Mientras me perdía en los
chubascos y el tráfico, olvidé que allá en el sur, dejé algo. La vida en el
norte me dejó sabores agrios, dulces, amargos, suaves… amores furtivos, amigos
de temporada, minutos de borracheras que se bebían a sorbos.
De regreso al sur, al mirarme al espejo y ver pasar los recuerdos, claramente
noto que no soy el mismo. Al cruzar la cordillera dejé aquel muchacho de ojos
verdes y con miedos, perdido en la ciudad que lo obligó a irse. Allá quedaron
los miedos y con ellos las ganas, lo que hace que parte del alma se fuera en el
intento. Aquí en el sur las cosas no son diferentes. La vida da pocas
oportunidades, así que hay que agarrarlas con ganas y muchas veces sin pensarlo.
Quisiera poder
decir que todos pasamos por esto, pero generalizaría, así que hablaré por mi
propia experiencia. Cuando vamos creciendo, creemos que se puede hacer tanto. Nos
llenamos la mente con los discursos, mil y una vez repetidos, de que la vida
puede ser eso que queramos, de que está todo en nuestras manos, de que el mundo
es para nosotros. Vamos conociendo poco a poco ese mundo, que al darnos cuenta,
nos quita más de lo que nos da. Chocamos de frente con una verdad que no
queremos saber, y es que solamente se vive de esperanza, se lucha contra un
mundo convulso al que no le queda mucho de aquellos sueños que de niños eran
tan tangibles. Las cosas se vuelven efímeras, la educación vaga y nosotros una
masa. Entonces ese cuento de niño, que separaba el país en dos mundos, ya no es
tan real, porque pasa lo mismo aquí en el sur y en San Juan.
Uno
comienza a ver las cosas diferentes, comienza a hacer importante lo que antes
no era, y se da cuenta de que de sueños no se vive. Comienza a conquistar
ideas. Esa es mi generación, la que tiene que decidir si continua caminado el
sur entre desiertos, la que tiene que recalcar que está viva entre tantos
muertos.
Mientras
se camina en esas sombras llegan los amores, esos que nos hacen ver luz en la
noche más oscura. Amores que también hay que abandonar, dejar ir, olvidar. Entonces
nacen las depresiones, los dolores y los años nos caen encima. Las preguntas
sin respuesta comienzan a surgir y a veces no dejan tan siquiera dormir.
Así
se pasan los días… pero quisiera hacer una consideración; todo es hermoso y no
cuesta nada. Entonces recuerdo que la clave de todo está en cómo se vea,
entregarse al amor y volver a creer aunque sea en un espíritu. Las decisiones
que hemos tomado nos hacen lo que somos y no vale la pena vivir sin que se
guste uno mismo. Los amores que se van, aunque se llevan posibilidades, sólo
son eso; posibilidades. Es mejor pensar que esas posibilidades abren puertas a
muchas otras más, en el camino uno se da cuenta que el amor está en uno, que
uno puede volver a amar con la misma intensidad y pasión. Descartando esa
sensación de perderlo todo, se ven nuevos pasos a seguir y nuevos modos a
elegir. No quiero sonar como un Paulo Coelho, pero creo que se puede combinar
lo bello y la luz. Creo también que la vida va sin pedirnos nada. Lo que no nos
decían en aquellos sueños de niños es que muy probablemente nada resulte como
lo queramos. Que a veces hay que ceder y en ocasiones se termina solo. Al
final, sí se puede vivir con uno mismo y sin todo lo que nos han quitado. Es
sólo seguir creyendo.